Socialdemocracia con aroma liberal
Héctor Díaz-Polanco
En América latina se perfila una peculiar neosocialdemocracia,
versión criolla de la socialdemocracia europea, fundada aquí en un
liberalismo (extremadamente conservador) con la consistencia viscosa
del nopal. Dos características la destacan: su afán de hacer compatible
—no es broma— el liberalismo con el socialismo, y el hecho de que
todas sus baterías tienen como blanco a la izquierda, de tal modo que
lo fundamental de sus discursos (y a menudo de sus abiertas diatribas)
están dirigidos no contra las tendencias de derecha y los gobiernos de
ese signo, sino precisamente contra la izquierda radical y aún los
proyectos progresistas que proponen reformas sociales frente al
neoliberalismo.
A menudo una obra nos revela más sobre el autor que sobre el objeto de su análisis. El libro de Enrique Krauze, El poder y el delirio,(1)
es un intento de desmitificar la figura de Hugo Chávez y criticar su
política de gobierno, de la que, según aquél, prácticamente no se salva
nada. La crítica es fallida y la desmitificación se empantana en
descalificaciones sin fin. Pero el trabajo resulta un ilustrativo
compendio de los prejuicios del autor. Nos instruye además sobre los
empeños de la empresa que dirige, Letras Libres, y, de paso,
del grupo “socialdemócrata” que a últimas fechas está tratando de
influir no sólo en el curso de la política nacional, sino también en
otros países como Venezuela.
De la Tercera vía a la neosocialdemocracia
Krauze
representa de manera destacada a un grupo que, a nombre del
liberalismo, quiere intervenir en los procesos políticos para secundar
posiciones muy conservadoras, pero arropándose en una bandera
aparentemente democrática e incluso con el marbete de la “izquierda”.
No es, desde luego, el primer intento de este tipo. Inmediatamente nos
viene a la memoria la corriente que hace unos lustros se asimilaba a
los propósitos de la llamada “Tercera vía”. A fines de los noventa, ese
enfoque cobró fuerza en Inglaterra y Estados Unidos, bajo las
respectivas administraciones de Anthony Blair y William Clinton. Se
trataba de una “nueva” línea política que pretendía diferenciarse por
igual de la tradición socialista y del liberalismo consagrado. Se
criticaba a ambos y se planteaba una supuesta tercera opción que, en
realidad, ponía el énfasis en los principios liberales “renovados”. El
barniz democrático se fundó en las orientaciones de Anthony Giddens, el
laureado profesor británico de la London School of Economic,
cuyas ideas fueron sintetizadas en un libro celebrado.(2) Este
sociólogo proporcionó la plataforma teórica y académica al proyecto del
entonces primer ministro británico Anthony Blair, quien se convirtió en
el político emblemático de la Tercera
vía. El planteamiento, en suma, era recuperar lo mejor del liberalismo
y agregarle otros elementos que resultaban de los desafíos de la
globalización en marcha. Como ha ocurrido con otras “renovaciones” del
liberalismo, la criatura resultó totalmente liberal. No se
trataba de construir una visión socialista renovada, sino de proponer
un liberalismo de nuevo cuño. Las innovaciones quedaron en el camino; y
en la práctica todo aquello fue, más que una ruptura, la continuación
de las políticas neoliberales de Margaret Thatcher.(3) Esto
quedó claro durante el gobierno de Clinton, con quien Blair coincidió y
colaboró en las peores aventuras (incluida la agresión armada y la
destrucción de Yugoslavia); y adquirió ribetes grotescos con la llegada
al gobierno de George W. Bush, a quien se subordinó en todo el campeón
de la Tercera vía (comprendiendo la invasión de Irak, violando abiertamente el derecho internacional).
Sin embargo, sectores políticos mexicanos (incluso dentro del PRD) e
intelectuales deseosos de establecer distancia respecto a la izquierda
“revolucionaria” o “socialista”, se aferraron a los tópicos de la Tercera
vía. El expediente era cómodo, pues se podía abjurar de la izquierda y
sus proyectos de cambios, y seguir utilizando al menos parte de su
prestigiosa etiqueta. En el resto de América Latina, corrientes
neoliberales se adhirieron también con entusiasmo. Surgió así una
peculiar neosocialdemocracia, versión criolla de la
socialdemocracia europea, fundada aquí en un liberalismo (extremadamente
conservador) con la consistencia viscosa del nopal. Dos
características la destacan: su afán de hacer compatible —no es broma—
el liberalismo con el socialismo, y el hecho de que todas sus baterías
tienen como blanco a la izquierda, de tal modo que curiosamente lo
fundamental de sus discursos (y a menudo de sus abiertas diatribas)
están dirigidos no contra las tendencias de derecha y los gobiernos de
ese signo, sino precisamente contra la izquierda radical y aún los
proyectos progresistas que proponen reformas sociales frente al
neoliberalismo.
Este fenómeno es digno de atención, pues no sólo involucra a Letras Libres sino también a otras revistas mensuales (como Nexos,
bajo la dirección de Héctor Aguilar Camín y otros). De hecho, con
algunas excepciones, las publicaciones de este tipo están dedicadas a
la tarea de combatir a la izquierda. Se trata de elaborar prédicas para la izquierda, indicándole lo que no debe ser y en lo que debería convertirse. El leimotiv
es que la izquierda debe ser “moderna”; debe abandonar sus históricos
objetivos fundamentales (como, por ejemplo, insistir en la búsqueda de
la igualdad social y en nuevas formas de participación democrática). Si
se trata de la justicia, ésta debería ser, digamos, adobada con otros
planteamientos procedentes del enfoque construido por John Rawls y
otros liberales, quienes sostienen que una sociedad puede abrigar
desigualdades y, no obstante, puede ser justa. La idea fundamental es
que la izquierda, sus organizaciones y desde luego sus intelectuales,
deben abandonar todo radicalismo, morigerado por los sanos principios
liberales. Deben ser “institucionales”, aunque esas instituciones
conspiren contra la igualdad, la justicia y aún contra las propias
leyes y principios que les dan vida. Opinan que la política se debe
dirimir entre partidos y sin intervención de la masa popular, pues ésta
siempre tiene una irrupción negativa, inadecuada y hasta peligrosa. No
se debe promover la movilización social, casi sin excepción. Es decir,
la política debe hacerse entre los profesionales de la política. Es
perniciosa la participación abierta de la sociedad (especialmente de sus
sectores más empobrecidos o marginados) en los asuntos públicos
importantes (económicos o políticos). La democracia debe ser
representativa, estrictamente hablando. Se debe rechazar cualquier
forma de participación popular, excepto para depositar el voto cada
cierto tiempo. Por supuesto, se deben dejar de lado los pruritos de la
izquierda que coquetea con las reivindicaciones de ciertos sectores
populares, como los pueblos indígenas y sus derechos, considerados como
anacrónicos y perniciosos.
La “izquierda liberal” en México
En el
caso de México, se observaron varios de estos moldes ideológicos
orientando el comportamiento de esa corriente cuando el país se
enfrentó a una de las elecciones más desaseadas y fraudulentas de que
se tenga memoria. La posición que adoptó el grupo compacto
(neo)socialdemócrata y sus seguidores durante los comicios
presidenciales de 2006, fue memorable. Sostuvieron la idea de que no
había ninguna prueba de fraude electoral. Se podían alegar
“irregularidades”, pero no fraude. Por tanto, toda resistencia era una
manifestación de irresponsabilidad política, típica de una izquierda no
moderna, desorientada y resentida. Era monstruoso salir a la calle
(este es considerado un pecado político mayor) para protestar contra el
fraude. Desde luego estuvieron en contra del plantón realizado en el Zócalo y la Avenida Reforma
de la ciudad de México, que sólo buscaba lo que cualquier liberal que
fuese consecuente con la defensa del derecho al voto debía exigir:
claridad sobre el sentido de la voluntad popular (incluyendo el
recuento voto por voto, si era necesario) o, en su caso, anulación de
la elección. Insistieron en que no había pruebas de irregularidades
graves y, por ende, no se sostenía la demanda que exigía la limpieza
del proceso electoral, pero ninguno hizo esfuerzo consistente alguno
para acopiarse pruebas propias de lo contrario (para lo cual, como
intelectuales y académicos reconocidos, se supone estaban especialmente
dotados).
Lo suyo no era buscar pruebas o atender a las evidencias que iban
saliendo, sino defender a las “instituciones” (el IFE, especialmente)
contra viento y marea. Cuando tiempo después José Antonio Crespo, un
intelectual que se tomó en serio su responsabilidad, demostró que la
información disponible a partir de las actas no permitía saber
quién ganó la elección en 2006 (por lo que no podía declararse ganador a
ninguno de los punteros) y que al menos se había cometido un fraude
contra la ley (en la decisión tomada por el Tribunal Electoral del
Poder Judicial de la Federación),(4)
todos los “abajo firmantes” de las declaraciones que afirmaban la
limpieza de la elección simplemente callaron y voltearon para otro
lado. ¿Podría conjeturarse que si aquéllos hubieran hecho lo propio,
cada cual desde su especialidad, el resultado pudo ser otro? Es
imposible saberlo, pero al menos habrían hecho una contribución a la
verdad, lo que no es poco.
Es
interesante observar que la corriente referida incluye a ex miembros
de la izquierda mexicana, otrora de fuerte talante radical, que ahora
sostienen los principios liberales con singular entusiasmo, aunque bajo
la nueva modalidad de buscar cierta mixtura con las ideas socialistas.
Ser liberal puro no es prestigioso, por más que las élites y los
círculos del poder hayan adoptado ese enfoque como su visión del mundo;
o al menos en los últimos tiempos no garantiza buenos resultados
políticos en el contexto de países como los nuestros. En cambio, una
dosis controlada de ideas socialistas puede dar el tono conveniente;
casi podría decirse que es garantía de lo políticamente correcto.
Un buen ejemplo es el grupo reunido por Letras libres
para discutir el tema de la izquierda en abril de 2008: Roger Bartra,
Ugo Pipitone, Jesús Silva-Herzog Márquez y José Woldenberg. El
resultado de la mesa redonda, junto con otros textos, fue publicado
bajo el título sintomático de “Ideas para la izquierda”.(5) Hay
varios puntos comunes en las posiciones del elenco. En primer lugar, la
adhesión a la visión socialdemócrata, en algunos casos después de
haber confesado una historia de vida con momentos de radicalidad, que
culmina en la epifanía de un total abandono de ese pasado. Las
intervenciones están salpicadas por lamentos ante el hecho de que la
vía socialdemócrata no arraiga en el país (desazón, como se verá,
compartida por Krauze); y sobre todo porque la mayoría de la izquierda
que predomina en México no ha podido entender las grandes cualidades de
aquella corriente política. En este sentido, Bartra dice que la salida
socialdemócrata que él ha adoptado desde hace años “tiene muy poca
tradición en México” y “es en buena medida una tradición frustrada”. En
segundo lugar, es común la crítica mordaz y hasta grosera hacia toda
izquierda situada fuera de los parámetros socialdemócratas que ellos
han fijado. La izquierda se ve como “desesperada” (una especie de
proyección freudiana), “populista”, “autoritaria” y en “proceso de
evaporación” (Bartra). No obstante, al mismo tiempo se admite la
vitalidad de la izquierda que, según Pipitone, desde hace décadas al
menos “domina el escenario cultural“, y que “ha dejado de ser una
opción política marginada” (Silva-Herzog Márquez).
El pecado de la izquierda dominante en el país es que, según estos
autores, no se decide a asumir claramente su necesario complemento
liberal. Y este es el tercer punto que recorre las opiniones de los
analistas: es imperativo que la izquierda asimile los valores básicos
del liberalismo. La izquierda requiere “el pavimento de la democracia
liberal” (Silva-Herzog Márquez); y está obligada a “volver los ojos a
las corrientes de pensamiento liberal” (Woldenberg). De hecho, ya
colocados en este empeño, varios coinciden en que México requiere que
también la derecha asuma el liberalismo: “estamos en peligro de que la
tradición liberal tampoco encarne en la derecha” (Bartra), pues el país
—completa Silva-Herzog Márquez— “necesita tanto una derecha liberal
como una izquierda liberal”. Por lo visto, entonces, el pensamiento
liberal tiene la peculiar cualidad de mejorar cualquier posición
política. Presas de un universalismo insostenible, para los que así
razonan, el liberalismo no es él mismo una posición política (además de socioeconómica y cultural) particular, sino un fantástico ingrediente universal que mezcla bien con todo.
El liberalismo en su laberinto
El
historiador Krauze, en un texto incluido en el mismo número de la
revista (“Rusia con palmeras”), coincide con los autores mencionados en
la evaluación negativa de la izquierda radical (o “revolucionaria”).
Su énfasis está puesto en la idea de que la única salida para América
Latina es el liberalismo. Su obsesión es que los países
latinoamericanos adopten los principios y valores del liberalismo. Y su
perplejidad es que, no obstante todos los esfuerzos, los pueblos del
continente (y México en especial) parecen inmunes a ese influjo.
Para él, por lo visto, la actual revitalización de la izquierda en
nuestra región es algo inexplicable y desesperante. Krauze parte de una
pregunta: “¿Por qué, a través de la historia, no ha arraigado
suficientemente el liberalismo entre nosotros?” Para dar respuesta,
recurre a dos “explicaciones” que toma de uno de sus autores liberales favoritos: Isaiah Berlin. La
primera dice que se debe a que “nuestros liberales [...] han estado
poco dispuestos a recurrir a la violencia para imponer sus ideas”.
Aceptando que así fuera (y dejando de lado que los liberales, una y
otra vez en la historia, han hecho uso de la violencia cada vez que han
podido para imponer sus proyectos), ¿está Krauze adhiriéndose a la
tesis de que la violencia es factor esencial del éxito político, algo
así como “la partera de la historia”? Como fuere, el hecho es que esta
“explicación” tiene el problema de explicar poco. La segunda razón es
que “los iberoamericanos, como los rusos, tienden a adoptar las
ideologías revolucionarias, en particular el marxismo y sus variantes,
con un fervor teológico”. Estas explicaciones, de carácter más
psicosocial que histórico, sociológico o antropológico (y por tanto,
extrañas en un historiador), tienen el problema de configurar una petición de principio,
pues restaría explicar por qué “nuestros liberales”, los rusos y los
iberoamericanos se comportan de esa peculiar manera. Tal vez la
explicación se encuentre en otra parte: primordialmente en el carácter
socioeconómico de nuestras sociedades, en nuestra matriz histórica y
estructural, en donde el pensamiento liberal sólo puede ser el proyecto
de una élite, la síntesis de los intereses de unas minorías. Pero esta
trayectoria analítica es completamente ajena al pensamiento de nuestro
historiador.
Más adelante, el autor agrega dos explicaciones adicionales. La de
Gabriel Zaid (utilizada por éste en los ochenta para explicar lo que
ocurría en países como Nicaragua): el marxismo ha logrado arraigar por
su “legitimación académica” que, según él, comenzó con la “bendición de
Sartre”, lo que derivó en la “adscripción universitaria del marxismo”.
Pero, dado que la mayoría de los liberales son también universitarios y
disputan con ventaja, frente al marxismo, la preeminencia en la
academia, la explicación igualmente se queda corta y dando vuelta en
círculo. (¿Por qué el marxismo logra mayor arraigo universitario y
legitimación académica?). La otra es de Octavio Paz. ¿Qué explica la
“tenaz persistencia” de las ideologías revolucionarias en la “intelligentsia
latinoamericana”? La “falta de critica y autocrítica”, responde Paz.
Así que, según esto, un defecto gnoseológico o epistemológico dilucida
el asunto: incapaz de darse cuenta de lo que ocurre a su alrededor (por
ejemplo, la caída del muro de Berlín, el afianzamiento neoliberal a
partir de los noventa, etc.), la izquierda sigue en su curso
revolucionario como si nada hubiera pasado. Aquí ni siquiera se explora
qué pulsaciones concretas y persistentes, sociopolíticas y económicas,
pudieran descifrar la terca perseverancia de la izquierda (que se da
perfectamente cuenta de lo que ocurre).
Agotadas las explicaciones, Krauze concluye con pesadumbre: “En
México esa izquierda es hegemónica no por los tirajes de sus libros o
periódicos, sino por la influencia expansiva que tienen sus ideas, que se esparcen como círculos concéntricos hasta
los centros de enseñanza superior, la prensa y los partidos...” Aunque
es dudoso que hoy la izquierda sea “hegemónica” en el sentido riguroso
del término (por ejemplo, en términos gramscianos), hay que admitir
que el autor da un paso adelante al advertir la fuerza de las ideas de
izquierda y su influencia en la sociedad, si bien podría esperarse que
tratara de entender de dónde surgen tales ideas (remember: “No
es la conciencia lo que determina la vida, sino la vida lo que
determina la conciencia”) y el porqué de su influencia. Pero esto
último es pedir demasiado.
El profeta de la alborada
Volvamos
al libro en comento. Conviene detenerse brevemente en su génesis y
motivaciones. La obra es más que una biografía de Hugo Chávez y un
análisis político de su gobierno. Se trata de un trabajo orientado no
por la sed de conocimiento sobre uno de los movimientos sociopolíticos
más interesantes de los últimos tiempos, sino por el propósito de
favorecer a la derecha venezolana y, en general, de combatir a la
izquierda latinoamericana. Él está en su derecho de hacerlo, pero es
útil reparar en ello de inmediato. Todo comenzó el 2 de diciembre de
2007, cuando se realizó en Venezuela un referéndum para decidir
mediante el voto si se aprobaban o no reformas a la constitución,
propuestas por el gobierno de Chávez. Por primera vez, la oposición de
derecha obtuvo un triunfo (aunque estrecho: cerca de 1% de ventaja) al
ganar la opción del no. Entusiasmado, Krauze toma de inmediato
un avión hacia Caracas. Llega el día 4 de diciembre. Se entrevista con
diversos sectores de la radical oposición venezolana (la iglesia, los
estudiantes, etcétera). Vuelve a México, dice, con su “cargamento de
libros venezolanos”, henchido de optimismo sobre las oportunidades de
la derecha y convencido de que había llegado “la hora de tratar de
responder con seriedad la pregunta obvia: ¿Quién es, de dónde salio,
cómo se construyó el personaje llamado Hugo Chávez?”(6) Krauze encontró
su respuesta a la pregunta, pero no es seria.
Hay evidencias para pensar que las cosas no resultaron de
un mero impulso por saber quién era Chávez. Hubo otras motivaciones.
El venezolano Antonio Sánchez García, en un escrito publicado a fines
de 2008,(7) narra que un grupo de connotados personajes de la derecha
liberal, él incluido, se reunió a desayunar con Krauze un año antes.
Cuando tiene lugar la reunión, dice, “No transcurrían 48 horas desde el
histórico triunfo del NO del 2 de diciembre y los ánimos [de la
oposición] estaban exultantes”. Al parecer, Krauze se encontraba en
igual estado de éxtasis. A tal punto que se animó a tomar el papel de
organizador. Entusiasmado, Sánchez García reflexiona que no imaginaron
que “de esa reunión nacerían dos iniciativas muy importantes: un maravilloso libro sobre Hugo Chávez [...] y un movimiento civil [...]: el Movimiento 2 de Diciembre Democracia y Libertad. Como lo recuerda [Krauze] en su libro, y ya lo habíamos olvidado, fue él
quien tuvo la feliz ocurrencia de señalarnos que esa fecha tenía
resonancias magnéticas y podría servir de nombre a un gran movimiento
de opinión. Su propuesta no cayó en saco roto”. Sánchez confirma
que Krauze regresó a México lleno de contento, con su cargamento “de
libros”; pero no sólo de eso: también, dice, “de consejos, de
apreciaciones sobre pasado, presente y futuro de nuestro atribulado
país”. Esto es, impregnado del punto de vista de la derecha local. Esa
fue materia prima importante del libro sobre Chávez que Krauze
publicaría meses después y que permite entender su delirante talante
analítico. No es extraño que el libro parezca escrito por un político
de la oposición venezolana (sus mismos tópicos, su agresividad
desenfrenada, etc.) y no por un historiador.
Antes
de despedirse, Krauze adoptó un tono profético: "Están ustedes
viviendo un despertar y puede que la alborada les ande rondando muy
cerca", recuerda Sánchez García que les dijo. Y agregó: "de lo que aquí
suceda dependerá el destino de Centroamérica, de México y de América
Latina". Krauze estaba admirado por “el despertar de un sentimiento
auténticamente democrático y liberal” en Venezuela, así que prometió
reunirse de inmediato con los líderes estudiantiles antichavistas,
“pues un movimiento estudiantil situado ideológicamente en las
antípodas del guevarismo castrista”, y universitarios “que luchan por la
democracia y practican un credo liberal”, le parecían fenómenos
extraordinarios. La verdad es que Sánchez García también estaba
encantado con Krauze, “un intelectual de aspecto anglosajón”. Como
éste, el venezolano lamentaba que el liberalismo no contara “con buena
prensa en nuestra región”, cuando lo que necesitaba América Latina era
“Una gran dosis de liberalismo”. Ocurrió que, por “casualidad”, Krauze y
Mario Vargas Llosa (otro cruzado del liberalismo radical) coincidieron
en Caracas. Y entonces nuestro cronista ya no se contiene: “La
presencia de Enrique Krauze y de Mario Vargas Llosa entre nosotros no
constituye ninguna coincidencia”; el hecho es “síntoma anunciatorio del
palpitar de los nuevos tiempos: la apertura hacia nuevos horizontes
históricos”. En un arrebato final, Sánchez García cree ver que “la
alborada que vaticinó Enrique Krauze [un año antes] parece asomarse por
sobre las cimas del Ávila [...]. Los tiempos se anuncian buenos. La
visita de nuestros queridos amigos se cumple bajo los mejores
augurios”.
¿Qué
era toda esta alharaca sobre “alboradas”, “destinos” y “horizontes
históricos”? Los visitantes y sus huéspedes se referían a las
perspectivas de triunfos arrolladores de la derecha “liberal” que veían
estar próximos, luego del mencionado referéndum del 2 de diciembre,
primera victoria obtenida frente a Chávez después de diez intentos.
Pensaban que en las elecciones intermedias del 23 de noviembre de 2008
se alzarían con una victoria que sería el preludio del desalojo del
chavismo y su gloriosa vuelta al poder. Dado que Chávez estaba
imposibilitado de reelegirse, esto se veía al alcance de la mano. Pero
era mucho lo que estaba en juego, pues efectivamente de lo que
ocurriera en Venezuela dependía en buena medida el futuro político
latinoamericano. Había que pisar el acelerador a fondo y utilizar todas
las armas disponibles. El libro de Krauze era un esfuerzo, por más
modesto que fuera, encaminado a reforzar los designios de la oposición,
presentando una imagen negativa del gobierno bolivariano, y a Chávez
como un personaje maligno, “regresivo”, “mesiánico” y, sobre todo,
“peligroso” (¿les suena?) no sólo para Venezuela sino para toda América
Latina. De ahí que, publicado el libro, se multiplicaran las
presentaciones (en Venezuela, España) y las entrevistas de agencias y
periódicos al autor, para darle la resonancia política en el proceso
venezolano que se avecinaba.
Sin embargo, las cosas no marcharon según lo planeado. El chavismo
obtuvo la delantera en las elecciones estatales y municipales de
noviembre de 2008 (quedándose con la mayoría de los gobernadores y
alcaldes), aunque la oposición mantuvo su presencia en zonas
importantes (sobre todo por su densidad urbana). Así que las “dos
iniciativas” de Krauze para alcanzar la “alborada” y abrir los nuevos
“horizontes históricos” se quedaron, por así decirlo, muy cortas. Y
vendría inmediatamente una iniciativa de Chávez que darían un vuelco al
panorama político: el referéndum, convocado para el 15 de febrero de 2009, a
fin de definir el tema de la postulación indefinida o irrestricta (que
no la “reelección indefinida”, según el lenguaje de la derecha), en el
que el si alcanzó el triunfo con cerca de 10 puntos de ventaja sobre el no.
La oposición “despertaba”, como auguró Krauze, pero de una pesadilla.
El horizonte y los buenos augurios se desvanecían. Son hechos como
estos los que permiten entender la mencionada proyección que subyace a
las referencias de los nuevos liberales cuando hablan de
“desesperación”, atribuyéndola a la izquierda. Están consternados y se
sienten impotentes ante los avances de la izquierda en un número cada
vez mayor de países latinoamericanos en el lapso de la última década.
No han podido derrocar por la fuerza el proyecto bolivariano, y el
contexto interno e internacional lo hace cada vez más difícil, mientras
hasta ahora el chavismo se muestra electoralmente firme.
El mandato de Octavio Paz
Como es su costumbre, en El poder y el delirio, Krauze navega
con la bandera de la obra y figura de Octavio Paz —que considera casi
como su herencia personal—, al que cita venga al caso o no. Por eso, no
es raro que encontremos pasajes verdaderamente asombrosos en un libro
que busca desentrañar un proceso contemporáneo (la trayectoria y
el gobierno de Hugo Chávez). Krauze hace que Paz regrese de ultratumba
para llevar a cabo un análisis político, ideológico y psicológico de
la figura de Chávez. Es práctica común que un autor se base en otro para
realizar sus análisis. Pero, yendo más allá, los pasajes de Paz que
Krauze cita sirven no sólo para armar su crítica a Chávez, sino para
hacer un juicio general de las tendencias políticas y los gobiernos
progresistas de la actual América Latina, aparte de otros
excesos. El propósito que subyace a todo esto es, sin embargo,
político-ideológico: Krauze quiere recordar a sus pares (los
intelectuales de la “izquierda liberal”) que Paz dejó un mandato
político claro y terminante. Si Paz fue el profeta de la misión, Krauze
es el apóstol que puede llevarla a buen término.
En el capítulo VIII, en donde se encuentran sus juicios
sustantivos, Krauze comienza en un tono bajo: “nunca me atrevería a
afirmar con certeza lo que Paz habría pensado porque, sencillamente, no
está aquí”. Sólo se trata de buscar “claves”. Paz pensaba que hasta
mediados del siglo XX, la democracia era aceptada como el fundamento de
la legitimidad política. Pero en 1959 ocurrió un cataclismo con la
revolución cubana: se impuso una nueva legitimidad “revolucionaria” en
América Latina que, según glosa Krauze, ya no requería “de procesos
electorales ni libertades cívicas ni de instituciones republicanas”.
Esto conspiraba de un modo más profundo contra la democracia,
interpreta Krauze, que las mismas dictaduras militares. Entonces Paz se
consagra a desentrañar “las raíces dogmáticas” de la nueva legitimidad
revolucionaria. Esta operación puede sintetizarse en el acoplamiento de
varias generalidades sobre la tradición hispánica que, según el autor,
permiten entender las tendencias políticas que abrió la revolución
cubana. Aunque elementos claves de esa tradición se encuentran en
sociedades de otras raigambres, se construye un patrón que
supuestamente explica la particular explosión revolucionaria
estimulada por la gesta cubana. Esas generalidades, poco atentas a las
especificidades históricas, no son raras en la obra de Paz. El hecho es
que el poeta —quien, según Krauze, había simpatizado con cierto talante
de la izquierda e incluso con los revolucionarios cubanos— devino un
crítico apasionado de la revolución, conforme la guerra fría llegaba a
su climax y se acercaba a su desenlace. En suma, el camino de Paz fue
un movimiento desde la “izquierda” hasta su conversión, dice Krauze, en
“un líder intelectual de la disidencia liberal y socialdemócrata al
marxismo revolucionario”, que prevenía, desde 1982, sobre los riesgos
de una “revolución” que era un regreso al viejo absolutismo ibérico. El
itinerario de Paz le parece especialmente importante a Krauze, pues es
una advertencia para los jóvenes que “han abrazado de nuevo [...] el
viejo sueño de la revolución, hoy encarnado en el comandante Hubo
Chávez...” De eso se trata.
El tono de Paz era el de un profeta sombrío que predicaba acerca de
una amenaza: la revolución y los sueños socialistas. Pero ya para
1989, los vientos habían cambiado: Paz rebosaba de optimismo y estaba
en condiciones, dice Krauze, de profetizar “el fin de la revolución”,
pues se asistía a una serie de cambios que le permitía al poeta
anunciar “el ocaso del mito revolucionario” en Europa occidental y “el
regreso de la democracia en la América Latina”.
Todo bajo los auspicios de lo que Paz denominó el “liberalismo
democrático”. ¿Cómo lo concebía el poeta? De un modo que a estas
alturas nos resultará familiar: “Debemos —escribió Paz— repensar
nuestra tradición, renovarla y buscar la reconciliación de dos grandes tradiciones políticas de la modernidad, el liberalismo y el socialismo.
Me atrevo a decir que éste es ‘el tema de nuestro tiempo’.”(8) Tal
búsqueda es la tarea que hereda Paz a Krauze y, por lo visto, a través
de éste a algunos intelectuales antes citados.
Por eso Krauze, en su papel de intérprete privilegiado,
inmediatamente entra en un experimento divertido, que consiste en
adivinar lo que Paz habría pensado de Hugo Chávez. Krauze dice que
nunca habló con Paz sobre Chávez, pero está “seguro” de que no habría
visto en éste la “reconciliación” de las tradiciones que había
recomendado el maestro. Más aún, conjetura sobre el sarcasmo que habría
pronunciado Paz sobre Chávez, citando a Marx. Es una fase delirante,
en la que Krauze no habla de lo que Paz pensó en su momento, sino de lo
que el historiador vaticina que diría Paz sobre Chávez. Un curioso
ejercicio de profecía retroactiva.
Lamentablemente, Krauze no continúa con este método innovador,
porque tal vez tendría que profetizar (retrospectivamente) que Paz
habría lamentado el carácter fallido de su profecía sobre “el
ocaso del mito revolucionario”. Pues la razón principal por la que
Krauze se ve embarcado en ardorosas críticas contra Chávez es porque, a
pesar de los anuncios sobre el triunfo de la socialdemocracia
(liberal) en América Latina y el ocaso del socialismo, resurgieron con
más fuerza en la región los proyectos populares que ponen en el núcleo
de sus afanes los cambios del modelo neoliberal e incluso la meta de un
“socialismo del siglo XXI”, todo ello acompañado por la propagación de
proyectos revolucionarios (la “revolución bolivariana” en Venezuela, la “revolución cultural y democrática” en Bolivia, la "revolución ciudadana" en Ecuador). El mismo año en que Paz anunció el cambio de dirección, el nuevo proceso de rebeldías tuvo un primer centelleo en el Caracazo,
que desembocaría en el gobierno bolivariano. Un segundo momento
destacado fue el levantamiento zapatista de 1994, que todavía Paz
alcanzó a contemplar y examinar. Su impresión, por cierto, fue que el
neozapatismo había renovado el “culto a la violencia”, que la
sublevación era “irreal” y estaba “condenada a fracasar” y que el
desenlace militar sería “rápido”.
El proyecto bolivariano
encarna este nuevo ciclo de rebeldías de manera destacada, y es por
esa razón que Krauze enfila sus baterías en primer lugar hacia el líder
de ese movimiento. Desde luego, el objetivo es más amplio: contener
los nuevos aires antineoliberales y gradualmente anticapitalistas que
se arremolinan en la región. Esto es visto por el grupo de que Krauze
hace parte como una verdadera calamidad. De ahí las arremetidas y, como
complemento, la arrogancia de asumir el papel de consejero de aquella
izquierda que se empeña en ignorar el nuevo derrotero trazado por su
maestro en 1989. Se produce así un hecho insólito: desde posiciones
conservadoras se le indica a la izquierda qué es lo que le conviene, y
se le sermonea cuando ésta no hace caso.
La pequeña internacional liberal
Krauze
no está solo en su cruzada contra el retorno de los sueños
revolucionarios. Se articula con otros personajes y grupos. Así,
podríamos hablar de una especie de “pequeña internacional liberal”,
cuya característica más notable es su acentuado perfil conservador.
No es extraña la cercanía de Krauze con posiciones como la del Partido
Popular español y su dirigente José María Aznar (quien condecoró a
aquél en 2003, en medio de ditirámbicos elogios mutuos) ni que ambos
participen en jornadas y proyectos políticos conjuntos. Uno de esos
trabajos “a la limón” fue el que realizaron en México en medio de la
campaña presidencial de 2006. Sin el menor rubor, se presentaron juntos
para apoyar al derechista Felipe Calderón, candidato del PAN, uno de
los partidos más conservadores y retardatarios del continente. Así que
cuando Krauze se presenta como liberal y socialdemócrata, y al mismo
tiempo apoya a la derecha más ultramontana, uno no sabe qué pensar: o
no entiende una palabra sobre las tendencias políticas de que habla (y a
las que dice adherirse) o no tiene ningún respeto por la inteligencia
de los demás. También hay que incluir
a otros intelectuales dedicados a las letras, como es el caso de Mario
Vargas Llosa. No es efectivamente casual que Krauze haya coincidido
con Vargas Llosa en Venezuela en la ocasión indicada.
A juzgar por los resultados, las andanzas del grupo por Venezuela
no han resultado muy exitosas. Es posible que incluso hayan fortalecido
las posiciones de la izquierda local. Más que de empuje, su activismo
es expresión de las debilidades de los conservadores venezolanos. La
oposición en Venezuela carece de intelectuales propios, con suficiente
preparación e impacto público para impulsar sus posiciones políticas y,
sobre todo, para promover la unidad entre sus crispados componentes,
peleados entre sí. Por ello recurre a intelectuales foráneos que forman
una suerte de “grupo de tarea” (o “grupo de acción rápida”), el cual
acude presuroso a brindar apoyo a sus pares de la derecha.
Las deformaciones de Krauze
El
libro de Enrique Krauze es en su mayor parte una retahíla de
descalificaciones contra el mandatario venezolano, sin que el autor
eche en falta los argumentos. Las cosas son así, porque Krauze dice que
son así: Chávez es un autoritario, un dictador que quiere mantenerse
en el poder indefinidamente. No importa que Chávez haya cumplido una y
otra vez con los requisitos de la “legitimidad” democrática que
señalaba Paz (recuérdese: elecciones, libertades cívicas e
instituciones republicanas). Es intrascendente que el político
bolivariano se haya sometido a la voluntad popular mediante elecciones
libres. Chávez lo ha hecho en doce ocasiones. Al parecer, ese
es un requisito esencial y hasta suficiente cuando se trata de políticos
que se comportan de un modo distinto a Chávez (por ejemplo, como
seguidores ciegos de las recetas neoliberales), pero es irrelevante
cuando se trata de un líder que desafía los dogmas del “libre mercado”,
la “desregulación” irresponsable y no practica la total indolencia
frente a las necesidades de las grandes mayorías, empobrecidas e
impedidas de ejercer derechos fundamentales. En este caso, no hay nada
de democracia; se trata de un “monarca absoluto” y de un mesiánico (uno
de los descalificativos favoritos de Krauze, utilizado hasta la
infamia contra López Obrador en 2006). Más aún, el requisito de la
limpieza democrática es una exigencia rigurosa para la izquierda, pero
puede exonerarse de ello a la derecha. Como se vio, Krauze no tuvo
empacho en apoyar al candidato derechista Felipe Calderón, dedicado a
la guerra sucia contra su principal adversario; y cuando Calderón es
declarado ganador “haiga sido como haiga sido” —según sus
propias palabras— el historiador liberal no muestra desazón ni se
dedica a combatirlo con pasión democrática.
Tampoco basta que durante la gestión de Chávez se hayan respetado
las libertades fundamentales, aún frente a sectores opositores que no
descansan un momento en su tarea de minar las instituciones y promover
la violación de las leyes (incluyendo la incitación al magnicidio). La
oposición que el liberal Krauze apoya es una que llegó al punto de
asaltar las instituciones republicanas que tanto ponderaba Octavio Paz,
mediante un golpe de Estado; e inmediatamente que se hicieron del
poder con un procedimiento tan “democrático”, pasaron a destituir a los
representantes libremente electos, perseguir a las autoridades
defenestradas, encarcelar y maltratar a los adversarios. No fueron ni
siquiera compasivos. Poseídos por la furia democrática, disolvieron las
instituciones. El fascismo asomó su rostro de espanto. Es una historia
larga. Fue un episodio cargado de vileza y violencia implacable. Sin
embargo, los que hicieron todo esto y más, que no tienen ni una pizca
de liberales (en su sentido prístino) ni de democráticos, ni respetaron
las libertades ni las instituciones republicanas (como aconsejó el
maestro Paz), le parecen hoy a Krauze personas “que
luchan por la democracia y practican un credo liberal”. En cambio, un
gobierno en el que no se registran encarcelamientos arbitrarios,
ejecuciones extrajudiciales, torturas y otras canalladas tan comunes en
otros países, sólo le merece a Krauze desprecio y condenas; y el líder
que —una vez repuesto en el poder por la insurrección de sus
compatriotas— no se vengó de sus verdugos ni afectó sus propiedades ni
cerró los medios de comunicación promotores del golpe, etcétera, le
parece un corrupto y un violador de los derechos humanos. Si Krauze
fuera más cuidadoso se daría cuenta de que al obviar las vilezas de sus
defendidos, éstas se transfieren a él; que al ser tan injusto y parcial
en su evaluación, la iniquidad y el dogmatismo se convierten en sus
rasgos distintivos.
Con
tal de denigrar a Chávez, Krauze llega hasta a inventarse un
“decálogo” que, según dice, el líder bolivariano “ha establecido” con
“el pueblo”. En él se disponen injurias como estas: el pueblo “carece
de derechos individuales”; sólo puede recurrir a la “aglomeración” para
hacerse escuchar; es libre sólo para emprender protestas; es propiedad
del caudillo... Por cierto, el autor ya había utilizado el recurso del
decálogo inventado para aplicárselo a López Obrador y a todo
gobernante latinoamericano que se aparta del guión neoliberal,
acusándolos de incurrir en “populismo”.(9) Es un método indigno de un
intelectual. Y además, en el caso que nos ocupa, más que un ataque a
Chávez, resulta una cruel ofensa al pueblo venezolano.
Es imposible en este espacio limitado abarcar el catálogo completo
de insultos, engaños y falsedades que acumula el autor en su obra. Sólo
señalo algunos ejemplos:
1) “Chávez es uno de los hombres más ricos del mundo”. Según esto, Chávez debería estar en la lista Forbes
de los multimillonarios del mundo. Retoma un intento similar de
difamar a Fidel Castro (atribuyéndole el erario como riqueza personal).
Los difamadores de éste se atrevieron a decir que tenía cuentas
secretas en el exterior, lo que era una calumnia pueril. Krauze no se
arriesgó a tanto.
2) Al expulsar a la camarilla que manejaba a su antojo a la empresa
petrolera (PDVSA), Chávez “realizó la privatización más grande de la
historia” —dice Krauze—, pues “es ahora su propiedad”. Una descarada
inversión de la historia: los que hicieron de la empresa pública PDVSA
el botín privado de una pequeña oligarquía, ahora resultan víctimas:
los privatizadores por excelencia se convierten en privatizados, y el
que regresó su carácter público a la empresa, fue su privatizador.
3) Se acusa a Chávez de “propensión a monopolizar la educación”.
¿Así que hacer pública y gratuita la educación, equivale a
monopolizarla? Aquí reverberan las pretensiones de los jerarcas de la
iglesia católica y otros sectores retardatarios que prefieren una
educación elitista y cargada de ideas religiosas. Los socialdemócratas
europeos se asombrarían de este liberalismo de púlpito.
4) Chávez no es “un campeón de la democracia”, pues aunque ha
realizado “varios procesos electorales”, lo ha hecho “en un contexto
creciente de asfixia de todas las libertades públicas y control total
de los poderes republicanos”. La “asfixia” de libertades parece
referirse al tópico de la falta de libertad de prensa y expresión en
Venezuela. Una piedra de escándalo en ciertos medios externos y
caballito de batalla de la oposición interna. Se acusa a Chávez de
perseguir o restringir a los medios, de violar la libertad de
expresión. No salgo de mi asombro. Cualquier persona medianamente
imparcial que visite Venezuela puede comprobar por sí misma que existen
pocos países en el mundo en donde el sector privado, opositor al
gobierno, tenga un control tan extraordinario sobre los medios. Hablo
en términos cuantitativos y cualitativos: no sólo se trata de que
domina la mayoría de los medios, sino también los más poderosos y
penetrantes (los electrónicos, sin faltar los impresos: diarios, etc.).
De hecho, puede decirse que el factor integrador de la oposición
venezolana son los medios; y éstos funcionan en su conjunto como su
partido político. Cuando uno lee, ve o escucha los medios venezolanos,
se da cuenta de que es un país que disfruta de una gran libertad de
expresión, que en ocasiones raya en el libertinaje (desde el punto de
vista de la normatividad vigente). Esos medios de oposición se dan el
lujo no solo de mentir, sino de violar las leyes abiertamente en forma
aún más grave (por ejemplo incitando al magnicidio, es decir, al
asesinato del presidente). En Estados Unidos y en otros países, ese
delito tendría como consecuencia la cárcel para sus autores. No en
Venezuela. Los medios opositores deforman los hechos y difunden
mentiras, y no de manera esporádica o por error sino de manera
intencionada y sistemática. Sin embargo, ninguno de ellos ha sido
censurado o cerrado. Recuerdo un caso que me impresionó. Estando en
Venezuela hace año y medio, leí en un diario de derecha la denuncia de
que, en las escuelas, el gobierno estaba distribuyendo armas largas
automáticas a los niños. La información se publicaba como verdad
incontestable; hasta incluía fotos de las armas. En cualquier otro país
hubiera sido materia de un escándalo gigantesco y de una investigación a
fondo. Al parecer las autoridades no se vieron en la necesidad de
realizar tal pesquisa. La noticia era tan evidentemente mentirosa que
se esfumó como un suspiro. Se trataba de un infundio. La gente que hace
cosa como esas, es la que grita (por los medios) que no hay libertad
de expresión.
5) Examinemos el segundo asunto del punto anterior: el relativo al
control de los poderes. Quizá el autor se refiera sobre todo a la Asamblea Nacional
(congreso), en donde no hay ninguna representación de la oposición. Es
verdad. Pero no puede ocultarse el hecho de que si no hay opositores
allí es porque éstos decidieron no participar en las elecciones
correspondientes, apostando a llegar al poder por otros medios, no
precisamente democráticos y lícitos. Ahora los dirigentes están
arrepentidos, consideran que su apuesta fue un error y han declarado
que piensan participar en las próximas elecciones para ese órgano de
poder. Hacen bien.
6) Ninguna de las “misiones” (en materia educativa, de salud,
alimentaria, etc.) creadas por el gobierno, dice Krauze, “ha alcanzado
los resultados que se pretenden. Su mayor impacto ha sido cultural”.
Hombre, no es un resultado despreciable ni menor. Pero no es toda la
verdad. Son muchos los que pueden ver los buenos resultados (incluyendo
todo género de agencias internacionales, ONG, etc.). Por ejemplo, los
datos que proporcionan fuentes nada sospechosas de chavismo, como la CEPAL
y Naciones Unidas, muestran que las condiciones en Venezuela han
cambiado favorablemente para los sectores populares en el campo de la
educación (hace poco, Venezuela fue declarada por la UNESCO como país libre de analfabetismo), la salud, la alimentación, entre otros. Pero
sobre todo, los que pueden ver claramente resultados son los millones
de pobres beneficiados. Hay que apuntar también en esta lista a una
buena proporción de los de ciudadanos de clase media y hasta a miembros
de la clase alta. Pero ni éstos ni Krauze están dispuestos a verlo.
Y aquí radica en buena parte el problema del libro de Krauze: está atravesado por una visión
recortada e ideológicamente sesgada. No es que no pueda ver, sino que
no quiere ver. O mejor: sólo quiere ver lo que sus propósitos políticos
y sus compromisos ideológicos le marcan. Es por eso que, para él, el
proyecto bolivariano ha fracasado en todos los frentes, Chávez es un
peligro insoportable y el paisaje sociopolítico de Venezuela es
desolador. Los matices, cuando se ve obligado a hacerlos, son solamente
para confirmar la regla absolutamente negativa que ha construido su
propio prejuicio.
Para caracterizar este estado de ánimo, Roberto Hernández Montoya ha usado el término negacionismo.
Se refiere a una imbatible negación de los hechos que, a veces, raya
en lo ridículo. Para los afectados, el costo es no entender nada de lo
que pasa a su alrededor. Los negacionistas, explica, no pueden ver “las
misiones, niegan puentes, niegan autopistas, niegan la alfabetización,
niegan los cientos de miles de personas que recuperaron la visión
[...], las decenas de millones de libros a bajo precio o gratuitos.
Niegan todo. Niegan los beneficios de la abolición del crédito
indexado, indizado o mexicano. Se curan en un módulo [de salud] de
Barrio Adentro y lo niegan. Pierden un realero en el Stanford Bank [que
estafó a un número indeterminado de venezolanos por más de 2 mil
millones de dólares] y lo niegan o la pagan con Chávez con la
argumentación idiota de que por su culpa corrieron hacia el Stanford,
temerosos de que Chávez les incautase su dinero. No lo ha hecho en diez
años, la empresa privada ha seguido su curso de exacción, ganando
dinero como nunca antes y todavía temen más a Chávez que a Stanford. Ser
idiota es el lujo más costoso”. Enseguida explica que el desorden de
la conducta que designa el negacionismo “no es solo negar algo,
sino también ocultarlo, ignorarlo en una cortina de silencio
estridente. Fue patético cómo los medios golpistas silenciaron el
segundo Oscar que [en la última entrega] se ganó Sean Penn [actor
estadounidense que simpatiza con la causa bolivariana]. No ven la obra
de gobierno, pero cuando ponen una cadena [televisiva] para que al fin
la vean, entonces apagan el televisor o se van a un canal por cable.
Exilio interior. No quieren ver, no sea que tengan que admitir lo que
no quieren admitir: que este es el único gobierno bueno en lo que va de
República. No es perfecto, ¿alguien dijo que lo era?, pero es el
mejor”.(10) Es —digo yo— lo mismo que le pasa a Krauze.
__________________
El autor es profesor-investigador
del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología
Social (CIESAS). Director de la revista Memoria. Obras recientes: El canon Snorri. Diversidad cultural y tolerancia, UACM, México, 2004; El laberinto de la identidad, UNAM, México, 2006; Elogio de la diversidad. Globalización, multiculturalismo y etnofagia, Casa de las Américas, La Habana, 2008 (Premio de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada, Casa de las Américas 2008), y La cocina del diablo. El fraude de 2006 y los intelectuales, Editorial Planeta, México, 2012.
__________________
Notas:
1. Tusquets Editores, México, 2008.
2. Anthony Giddens, La tercera vía. La renovación de la socialdemocracia, Taurus, España, 1999.
3. H. Díaz-Polanco, “La tercera vía. Un balance crítico”, en Boletín de Antropología Americana, Instituto Panamericano de Geografía e Historia, 34, México, junio, 1999.
4. José Antonio Crespo, 2006: hablan las actas. Las debilidades de la autoridad electoral mexicana, Random House Mondadori/Debate, México, 2008.
5. Cf., Letras Libres, año X, núm. 113, mayo de 2008.
6. Enrique Krauze, “Viaje a Caracas”, Letras libres, noviembre de 2008, p. 25.
7. Antonio Sánchez García, “Krauze y Vargas Llosa en Caracas”, El Nacional, Caracas, 6 de diciembre de 2008.
8. Citado por Krauze, en El poder y el delirio, op. cit., p. 330. Cursivas nuestras.
9.
Al menos desde 2005, Krauze viene publicando “decálogos” contra el
“populismo”, adaptándolos a las coyunturas políticas de distintos
países (México, Venezuela, etc.). El de más amplio alcance lo dio a
conocer en España: E. Krauze, “Decálogo del populismo iberoamericano”, El País,
14 de octubre de 2005. Se trata de una lista simplista, fundada en los
tópicos del liberalismo más atrasado, sobre los pecados en que
incurren los políticos que no son gratos a los intelectuales
conservadores. El sentido del artículo de Krauze lo analizó
certeramente Emir Sader (“El populismo: su más completa traducción”, Alai-Amlatina, 14 de noviembre de 2005). Estas frases lo resumen: “Este
decálogo —dice Sader— es una radiografía de cuerpo entero del cinismo
liberal [...] En la era neoliberal, la palabra populismo sirve para
intentar descalificar la prioridad de lo social: eje de la alternativa
posneoliberal”.
10. Roberto Hernández Montoya, “Negacionismos”, en Aporrea, Caracas, 1 de marzo de 2009.